sábado, 9 de septiembre de 2017

La Memoria y El Hombre Desfragmentado

"Te das cuenta, Menón, una vez más ¿en qué punto se encuentra ya del camino de la reminiscencia? Porque al principio no sabía cuál era la línea de la superficie de ocho pies, como tampoco ahora lo sabe; sin embargo, creía entonces saberlo y respondía con la seguridad propia del que sabe, considerando que no había problema. Ahora, en cambio, considera que ya está en el problema, y como no sabe la respuesta tampoco cree saberla". Días han sido estos en los que los amenos diálogos socráticos han ilustrado mis pensamientos; en busca de la naturaleza de la memoria —entidad que no trabajamos mucho en los días presentes—, me encuentro con la alta estima que se le tenía en los tiempos antiguos. 

Platón, en voz de Sócrates, revela el carácter reminiscente del conocimiento mismo, la lucha que significa la búsqueda del propio entendimiento. Tomo el pasaje anterior porque me parece muy apropiado en tiempos como los nuestros, en los que buscamos desesperadamente reconocernos pero en los que las reminiscencias juegan papeles desagradables frente a ese propio reconocimiento. La memoria no sólo va develando nuestra naturaleza cognoscitiva sino que va marcando, en la base primaria de la conciencia, las enseñanzas que la vida presente le va regalando. Así, cual el Esclavo interpelado por Sócrates, en el Menón, nacemos con toda la libertad y seguridad para aventurarnos al descubrimiento del mundo y de nosotros mismos; pero, las reincidentes desavenencias comienzan a marcar un habitus personal que nos obliga a desconsiderarnos.




Me explico, el esclavo comenzó su interrogatorio con Sócrates cargado de una sorprendente seguridad que es a la que se refiere el filósofo en el pasaje, sin embargo, al verse ingeniosamente interpelado el esclavo comenzó a perder su seguridad porque se vio cegado por los errores que cometía frente a una materia que le era desconocida. Para el esclavo, todo se redujo a su ignorancia y es por eso que se sintió, como dice el filósofo, metido en un problema, porque se lo interrogó frente a lo que desconocía. Pero el esclavo no se dio cuenta del gran descubrimiento que, gracias a dicho interrogatorio, hubo alcanzado; no se dio cuenta de que se le develó su inmensa capacidad para la reminiscencia y, por tanto, para el conocimiento. 

Eso nos sucede a los hombres, al vernos cuestionados frente a diversas materia hacemos que nuestra posibilidad de conocimiento se eleve y realice increíbles viajes a través de nuestras mentes, pero, al encontrar que estos descubrimientos no encajan con las disposiciones científicas, nos avergonzamos y nos calificamos de incapaces para el razonamiento, para el conocimiento o para el buen discernimiento. Se rinde el hombre frente al primer y más natural obstáculo, que es el de la confrontación, se rinde porque prefiere evitar el hermoso trabajo que nos propone Sócrates a través de sus enseñanzas: conocer a partir de sí mismo y, para tal fin, conocerse a sí mismo. 

Es magnífica la forma en la que el Fedro aborda las diversas cuestiones que nos guían en estos senderos del conocimiento. Quijotesca la imagen de Sócrates elaborando un discurso a través de la máscara de tela oscura en la que envolvió su cara, aquel discurso que después lo avergozara y que tuvo que resanar con ese otro desarrollado, ya con la seguridad del que tiene sobre sus palabras la opinión verdadera, sin ningún tipo de máscara. Máscara termina también siendo la escritura en sí misma, que, a pesar de que tenga cabeza y pies, como deben los discursos apropiados; es externa al hombre, ajena a su naturaleza y un impedimento para la contradicción. Sócrates lo ilustra maravillosamente a través del mito de Theuth y Thamos, en el cual el último vitupera al primero por afirmar bondades propias de una arte que él mismo ha inventado y, sobre el cual, tiene necesariamente predilección. 

Sócrates nos habla de que los que son verdaderamente sabios, capaces de conocimiento, son los dialécticos, a lo que Fedro responde con alabanzas. Por dialécticos, en estas primeras ideas sobre ese arte, se entienden los que cuestionan las cosas, y a sí mismos, para poner a prueba sus conocimientos en busca de las opiniones verdaderas, que son las únicas que, por fuera de las ciencias, pueden llevar al hombre a la virtud. El alma se nutre de esta virtud y de ese conocimiento para recorrer su camino hacia el fin de las transmigraciones, pero los tiempos letrados nos han hecho analfabetas en el conocimiento esencial para el hombre. Ya Sócrates lo había previsto, con la escritura el hombre dejaría de pertenecerse y estaría esclavizado por algo que le es externo, el hombre se olvidaría de sí mismo y de sus potencialidades.

Lo que los tiempos presentes nos evidencian es que, si bien se ha avanzado mucho en conocimiento, se lo ha hecho en ese conocimiento que, sin dejar nunca de ser del hombre, es como un ser que se desarrolla en su propia individualidad, dejándonos por fuera de sus avances y siéndonos ajeno. El hombre, a través del remedio para la memoria y para la sabiduría: la escritura, ha perdido la conexión consigo mismo, y se reconoce fragmentariamente sin poder comprenderse a sí, a los otros, a lo otro y a ese extraño conocimiento del que se sirve materialmente pero que no le puede aportar nada en lo que los más grandes sabios han denominado como el problema esencial de la humanidad: el conocimiento del alma. 

La memoria, base fundamental del conocimiento, es atacada por su competencia más profana: la escritura; la consecuencia necesaria de esto es que comencemos a perderla, y nada importa si hemos avanzado mucho en conocimiento escrito, cuando no podemos encontrar en nosotros mismos ni la más mínima respuesta. Somos una serie de partes fragmentadas que se coordinan para la realización de ciertas tares específicas y que luego se repelen en su constante convivencia, un hombre que no es dueño de sí mismo porque no atina a unir sus partes, no puede dar la respuesta esencial que precede a toda investigación: la del qué es. El hombre, alejado de su memoria, es una cosa informe que no se reconoce en ninguna de sus manifestaciones: sin brújula, sin rumbo, que se encuentra en el ciclo de las transmigraciones como en el limbo, o en un círculo vicioso del que no podrá escapar hasta que se encuentre, es decir, hasta que sea capaz de reconquistar su memoria y de volver a la comprensión de lo que es él en el mundo, de su fin y de los medios de los que debe servirse no solo para el buen vivir, sino para hallar la salida a esa infinita repetición de vidas patéticas. 

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