jueves, 31 de agosto de 2017

El Perdón y la Plusvalía

Por estos tiempos, suele uno preguntarse el por qué de la dificultad para el perdón. La modernidad nos ha vendido —con tal éxito— la idea de la importancia del individuo que, como consecuencia inevitable, hemos perdido la capacidad de pensarnos como comunidad. Nos sobrecoge la idea del valor inmenso que tenemos, que tienen nuestros sueños, nuestras emociones y nuestros pensamientos. Pero nos cuesta infinitamente pensar en que nos es necesario el sacrificio de esas ideas individuales para mantener el bien común, una unión sólida y confiable en la que cada uno esté dispuesto a darse por el otro y, por ende, ningún integrante se vea vulnerado como consecuencia del privilegio de algún otro. Esto es lo que pasa en un país esencialmente moderno, la sobrevaloración de la individualidad nos ha llevado al despotismo frente al otro y no hay nada bueno que pueda resultar de esa dinámica de comportamiento. Es por esto que siempre hay excusas para los errores que se cometen, que se privilegian los fines y se valida cualquier tipo de medios, es por esto que los recursos sufren el fenómeno del embudo en su viaje del centro a las periferias gubernamentales y, es por esto, finalmente, por lo que no podemos tener una vida social satisfactoria.


martes, 29 de agosto de 2017

La Visita del Diablo

Al Rey Darío 

El río había comenzado a cantarle a la luna. Le cantaba en un tenor melancólico, le cantaba su añoranza: su sueño de abandonar el cauce que lo amarraba a la tierra, para llover hacia arriba y por fin verterse en un cauce sobre ella, sobre la superficie blanca de esa luna que, majestuosa en su silencio, respondía al canto por medio de resplandores intermitentes; los cuales iluminaban y atenuaban las siluetas de las hojas de palma, de las piedras y de la superficie del río. La luz estallaba, revelaba los secretos, y desaparecía para darle espacio a la noche, para que el río tuviera la necesidad de seguir cantando.   
Era en esas noches blancas en las que el río golpeaba como a una marimba a las piedras para extender su canto. En esas noches, los que caminábamos sobre la tierra debíamos refugiarnos y ocultarnos para dar privacidad al ritualProhibido era violar la anonímia de aquella escena nocturna. Cuando alguien se atrevía a hacerlo, cuando alguién desobedecía las normas naturales, y se aventuraba con la intención de descubrir el secreto; el río tornaba su canto en un estruendo furioso y, en busca del culpable, arrasaba con todo lo que estuviera a su paso. El rumor de agua se llenaba, se engrosaba, se fortalecía, y la corriente se elevaba con vehemencia, haciendo temblar los simientos de las casas erguidas cerca de su cause. De esa manera el río ofrendaba la vida del trasgresor, o de algunos de los congéneres de aquel, a la musa de su canto, para disculparse. 



domingo, 27 de agosto de 2017

Polisombras — El Parque

En nuestras conversaciones, es común encontrarse con la insistente repetición de ciertas preguntas o manifestaciones que se vuelven en las bisagras de los temas que motivan los encuentros. Una ilustración:

Dos conversadores se encuentran en un café, se saludan, piden al barista un par de bebidas y se quedan mirándose en medio del incómodo silencio del intervalo.

—¡Qué calor tan berraco! ¿No?— Dice el primero.
—¡Insoportable! ¡algo debimos hacer para recibir semejante castigo!

Los dos conversadores se sumergen en esta temática que, durante el día, pudieron haber llevado con otras dos o tres personas más. Es un acuerdo tácito, una licencia para irse conectando —a partir de un tema simple— con la individualidad del otro; es como una manera de irse acostumbrando a la compañía, a las manifestaciones del interlocutor, se trata de un estado de transición que permite que se llegue a una conexión mutua, a esa conexión que se va desarrollado mientras se avanza entre las digresiones de los lugares comunes de la conversación. Los lugares comunes del diálogo o de la conversación son muchos, y estos varían según la región, la ciudad, el género, el rol social y la ocupación de aquellos que conversan.

miércoles, 23 de agosto de 2017

La Bruja

"Alfa y omega, ave maría purísima, esta misa pa´ las ánimas con un par de cirios, cada uno: 20.000 pesos, sea sagrado para todos los espíritus". En esta, una de esas noches de aire clarísimo que invita a la conversación bajo los candiles, terminé por escuchar el rezo que antes se lee. Lo pronunciaron los labios delgados y salivados de una pequeña brujesilla que me encontré en el San Francisco. La mujer medía casi la mitad de lo que mido, me encontró desprevenida, echando una sonrisa al aire por la satisfacción de un día de ánimos tibios. Me vio sonriendo y se lanzó con el eganche más acertado con el que se puede atajar a un transeúnte exhausto: "no le voy a pedir plata". Y aunque uno sabe bien que el único significado de aquella corta oración es su opuesto concreto, la curiosidad le gana al sentido común porque es muy difícil dejar de preguntarse ¿y? Si no es plata... ¿qué?

Mujer de pequeñas proporciones, con una capul de risos delgados, de aquellas que cubren por entero la frente. Envolvía sus piernas una falda de algodón que le llegaba más abajo de sus rodillas, tenía las medias a medio gemelo, una camiseta cuello tortuga de rayas naranjadas y, sobre ella, un buso estirado. De su cuello colgaba un escapulario hecho con cuentas de plástico, cada decena un color distinto. Había mucho más en su persona, pero lo que no dejó de asombrarme fue su maxilar inferior que bailaba al son de las afirmaciones que iba soltando al azar. Cuando hablaba sólo se veían ellos, los filudos dientes inferiores llenos de manchas oscuras, entre los que se despilfarraban fluidos salivales y un tufillo a licor muy bien definido. 

No hay mayor gusto que el de las conversaciones extraordinarias, sobre todo, si se trata de uno de esos seres que cree tener en su poder la verdad del mundo y que está cegado por la sobrevaloración que tiene de su perspicacia. Mi noche se cargó de misterio gracias a las elocuentes palabras de la brujesilla, que mezclaba cada rezo y superstición de cuantas religiones pueden contarse sobre los suelos de la tierra. La bendición de una moneda, el regalo de un número para ganarme el chance, el teléfono celular para que la llame en caso de que mi suerte cambie y quiera atender a su consulta por 10.000 pesos. Y la bendición, rezo y póstuma desaparición de un billete que me pidió confiado. La última de sus promesas debe ser la que más gente lleva a sus consultas, prometió que encontraría a "la maldita" que me había salado, que no para que me vengara sino para que me resintiera con ella, esas, sus palabras textuales. 

Me despidió bendiciéndome y solicitando que le diera mi mano en señal de que había perdonado la desaparición del billete confiado. Yo crucé la calle y me senté en el café Manzanares a imaginarme el deleite de la encrispada mujer, cuando pudiera comprarse el vino que tanto había ansiado y sentarse junto a sus compañeros de desvelo, a lanzar arroces al aire y a danzar por el favor bendito de las ánimas del purgatorio. Prendería el cirio desnuda, para bendecir mis amores, lanzaría tres gotas de vino sobre la llama y cantaría alabanzas budú mezcladas con credos católicos para mandar por los aires las buenas suertes que me había jurado y el alimento bendito de las ánimas que habrían de proveérmelas.